viernes, 9 de julio de 2010

Un mundo redondo... y a veces épico.



Ya va dejando de rodar la jabulani... y parece que el rodar del mundo vuelve a ser cotidiano, el tiempo deja de ser de los pequeños, los héroes vuelven a ser apenas fotos de recuerdo, y el bien y el mal vuelven a sus trabajos como siempre.
No soy fanático del fútbol, en realidad no soy fanático de ningún deporte. Quizás sea porque nunca tuve gran talento para ninguno, de hecho mi práctica de deportes tuvo más de terapéutico que de afición. Sólo disfruto su lado lúdico, que en estos tiempos es bastante escaso.
Pero debo admitir que existen una magia, una épica y una riqueza metafórica que vale la pena considerar. Porque a fin de cuentas, el fútbol es un puñado de hombres tratando de hacer lo que saben de la mejor manera que pueden. Y existe la gambeta pícara y el patadón descalificador; la pegada exquisita que coloca la pelota ahí, dende debe ir, donde nadie la esperaba, excepto quien pateó; y mal que nos pese existe la táctica egoísta contra el sacrificio de los que intentan, el golpe repetido para evitar la magia de las ilusiones, el juez que se equivoca o que te ignora, y el villano que no te deja terminar una jugada y el héroe que no alcanza la pelota en el último segundo... en fin, el fútbol no es una mala modelización a escala de la vida.


Pero este es un espacio de libros, y el fútbol también ha sido materia literaria, como todo lo que va haciendo la vida, así que hoy traigo a esta mesa el libro “Arqueros, Ilusionistas y Goleadores”, que me llegó a las manos integrando la colección de Osvaldo Soriano que publicó el diario “Página/12”. Y me viene muy bien por dos razones: la primera, porque junto con algunos cuentos de Fontanarrosa, este libro me abrió las puertas de la épica del fútbol, una reiteración impecable de la épica clásica con la maravilla de pertenecer a nuestras cosas cotidianas. De vocación autobiográfica a medias entre la vida y las ilusiones, lleno de personajes entrañables y de guiños para inciados en el fútbol, en la literatura, en la historia y en la política, no puede menos que despertarte una sonrisa de emoción. Como les dije, no soy un aficionado fanático, pero leyendo este libro da gusto saber que existe el fútbol.


Y la segunda razón no es menor: como buen hijo de laburantes en un país en eterno intento de crecimiento, para mí los libros siempre fueron un bien suntuario, y en mi caso añorado. De hecho mi vocación de lector se satisfizo en bibliotecas públicas antes que en mi casa. Por eso aplaudo y aprovecho las publicaciones de colecciones que hacen los diarios de esta Argentina nuestra tan desordenada. Podemos discutir muchas cosas: la razón ideológica o comercial de la selección de títulos y autores, la calidad de la edición, la cuestión publicitaria y quizás algunas cosas más sutiles que se me escapan, pero que el ingenio de los detractores seguramente podrá encontrar. De todos modos las palabras de adentro son las que cuentan, independientemente de que el papel sea obra, amarillento, ilustración, y esté cosido, pegado o amontonado. Son las palabras las que debemos aprovechar para sentir que esta vida puede ser distinta. No sé si mejor o peor, solamente distinta por el solo hecho de ser más concientes de que la tenemos. ¡Y qué carajo... somos nosotros los que debemos aprender a elegir, no resignemos ese poder!.
Así que ahí están los goles recordados o soñados del autor, centrodelantero surero que se quedó en promesa; y está el Míster Peregrino Fernández, entrañable y fabuloso; y aparecen dos referís sorprendentes e improbables: William Bret Cassidy, hijo de Butch, referí a tiros; y el general Perón, dictando justicia en un partido que sería una parte de la batalla por la liberación del Congo Belga, ayudando a Patrice Lumumba.
Presentados con una prosa deliciosamente nuestra, al punto que vemos el humito del café entre nuestros ojos y la hoja, como si el Gordo Soriano mismo nos estuviese contando las anécdotas, en un barcito de barrio porteño, son personajes que vale la pena conocer. Y que seguramente no cambiarán nuestras vidas a estas alturas, como alguna vez pudieron hacerlo El Principito, o Sandokán, o el capitán Nemo, o La Maga y Oliveira, pero les aseguro que harán sus días cotidianos un poco más queribles... doy fe.

jueves, 10 de junio de 2010

El don de la palabra...

Es curioso como el mundo está lleno de palabras... nos invaden incesante y caóticamente... nos venden, nos compran, nos instruyen, nos distraen, nos entretienen, nos anulan, nos recuerdan y nos olvidan con palabras. Los trabajos tienen palabras, los hechos multimediales tienen palabras, las imágenes “valen” palabras... ¡Ja, ja, ja, ja!... hasta la risa puede ser una palabra.

Es demasiado.

Por eso valoro íntima y profundamente este libro. Es un mundo fantástico e inabarcable construido con tres herramientas: puñaditos de palabras, dos talentosas imaginaciones, y la complicidad de la imaginería de los lectores. Somos nosotros quienes elegimos compartir la maravilla, abandonarnos a la curiosidad y quizás, creer el gambito mentiroso escondido en algunas de las citas, decidiendo que el mundo que nos cuentan, existe cada vez que abrimos el libro.

Me refiero a “Cuentos breves y extraordinarios”, firmado por un par de amigos, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Un delicioso muestrario, una especie de “Manual del Ilusionista” y a la vez, una cátedra del relato breve.
Inicien el ritual: siéntense cómodamente, olvídense la fecha y el clima, abran el libro, y piénsense por un momento espectadores de la historia. Permítanse la libertad de imaginar un fumadero de opio, el desierto norafricano, o el palacio del emperador amarillo; déjense sentir el peso de la armadura de un arquero chino, o los aromas ácidos y las imágenes impecables de la Inglaterra victoriana. Miren sus personajes. Busquen, como hice yo, en los recuerdos que junté a lo largo de esa parte de la vida en la que la aventura pasa “detrás de mis frontales” (como dice Silvio). Y los “Cuentos breves y extraordinarios” serán una fabulosa hoja de ruta... una hoja de ruta erudita y a la vez provocadora, una muestra de lo que hay por leer y de lo que se puede escribir. Una biblioteca mínima y mágica.

Y digo esto porque este libro, aparte de brindar el delicioso placer de la lectura, plantea también el desafío del “¿Por qué no?”. Y es tan lindo contar historias...
Y debo ser breve... ¡¡¡Búsquenlo!!!.

viernes, 5 de marzo de 2010

No se trata de encontrar respuestas... se trata de tener preguntas...

Acá estoy, después de bastante tiempo, demasiado para esta colección de palabras. Pero bueno, hagamos de cuenta que estuve de viaje, y recién ahora tengo la oportunidad de escribir una nueva carta a los amigos...
Es otro año... otro comienzo. Así es la vida... ciclos...


Resulta que a lo largo de esta vida mía estudié ciencias. Particularmente, estudié química, sí... ese cuco que en la escuela secundaria se aprende de memoria y de mala gana, como para eximirse y pasar de año. Bueno, en mi caso no fue tan así, de a poco fui tomándole el gusto, y la ciencia y mi curiosidad fueron más o menos por los mismos andurriales.
La parte infrecuente de mi tránsito por la química, tuvo que ver con ciertas cuestiones que podríamos llamar “morales”... “éticas”... “conceptuales”... En realidad podríamos ponerles muchos nombres, clasificarlas social y científicamente, pero para mí fueron solamente inquietudes respecto de la razón de ser de las ciencias, dudas sobre el para qué y para quiénes uno elige preguntas y ensaya respuestas... sobre el por qué el mundo “debe” ser entendido, disecado, reglado, antes que “vivido”.
Mi torpe pregunta de cabecera fue: “¿De qué sirve estudiar la influencia del arseniuro de galio en la pituitaria de la gallina enana de Madagascar, simplemente porque lo paga una multinacional, si más de la mitad de la población de mi provincia no tiene agua potable?”. Siempre fui un poco insensato.


Paralelamente, empezó mi afición literaria, y desde ese lugar descubrí a Ernesto Sábato, a partir de su tremenda “Sobre héroes y tumbas”.
Pero otras cosas diferentes a las literarias me acercaron más a Sábato. El es físico, y por lo que se, uno muy bueno. Pero su compromiso fue con el hombre, no con el conocimiento. Y en eso lo admiro.
¿Cuántas veces me hice preguntas sobre el verdadero motivo de la búsqueda del conocimiento?...


En la “Justificación” del libro “Hombres y engranajes”, que hoy traigo a esta mesa, Sábato escribe:
“La existencia... se me aparecía como un insensato, gigantesco y gelatinoso laberinto”... “De ese modo, retorne a ese universo no carnal, a ese especie de refugio de alta montaña al que no llegan los ruidos de los hombres y sus confusas contiendas. Durante algunos años estudié, con frenesí, casi con furor, las cosas abstractas, me di inyecciones de transparente opio, viví en el paraíso artificial de los objetos ideales.”
“Pero cuando levantaba la cabeza de los logaritmos y sinusoides, encontraba el rostro de los hombres.”
“Me da risa y asco contra mí mismo cuando me recuerdo entre electrómetros, soportando todavía la estrechez espiritual y la vanidad de aquellos cientistas, vanidad tanto más despreciable porque se revestía siempre de frases sobre la Humanidad, el Progreso y otros fetiches abstractos por el estilo; mientras se aproximaba la guerra, en la que esa Ciencia, que según esos señores había venido para liberar al hombre de todos sus males físicos y metafísicos, iba a ser el instrumento de la matanza mecanizada.”
Y en la “Introducción”: “El siglo XX esperaba agazapado como un asaltante nocturno a una pareja de enamorados un poco cursis. Esperaba con sus carnicerías mecanizadas, el asesinato en masa de los judíos, la quiebra del sistema parlamentario, el fin del liberalismo económico, la desesperanza y el miedo. En cuanto a la Ciencia, que iba a dar solución a todos los problemas del cielo y de la tierra, había servido para facilitar la concentración estatal y mientras por un lado la crisis epistemológica atenuaba su arrogancia, por el otro se mostraba el servicio de la destrucción y de la muerte. Y así aprendimos brutalmente una verdad que debíamos haber previsto, dada la esencia amoral del conocimiento científico: en la ciencia no es por sí misma garantía de nada, porque a sus realizaciones les son ajenas las preocupaciones éticas.”
Cuenta ahí cosas de su vida en 1938; y así, sin más, me trajo las razones de mi duda fundamental. Y ese libro se volvió una referencia obligada para mí.


No he sido docente, al menos no formalmente, pero les aseguro que si alguna vez asumo esa responsabilidad, el libro “Hombres y engranajes” estará junto al manual de Química General en la bibliografía recomendada.


El camino del conocimiento tiene dos posibilidades: el prestigio mezquino de los pares que deciden que el saber no tiene más razón de ser que el saber mismo, ajeno a toda cuestión que no sea epistemológica; o el dolor cotidiano de saber y no poder, de entender y pelear, de buscar y que te impidan encontrar...


Así que, amigo mío que estudiás ciencias, no reniegues de tu naturaleza de hombre-actor-pensador-manipulador de realidad, nunca te olvides de las consecuencias que trae el conocimiento, ni de las que tendrán tus decisiones en la búsqueda del mismo.

Este libro es un buen recordatorio, no te lo pierdas; quizás, como a mí, te ayude a no perderte a vos mismo en medio de una integral múltiple...