domingo, 28 de septiembre de 2014

El mundo mínimo e inabarcable



Uno es de la vieja escuela de la novela clásica. Tanto que me asusta el solo pensar en escribir una, y todos mis intentos quedaron en el camino.
Crecido lector a la sombra de Hesse o de Sábato, por nombrar un par, que son comunes a muchos que hoy rozamos el medio siglo de camino por el mundo, siempre sentí la novela como una historia coral, múltiple, matizada de historias que se abren y cierran alrededor de su núcleo, y conformada con detalles poderosos, metafóricos, sólidamente testimoniales de la naturaleza (humana, o cualquier otra).
Pero quiso la suerte que conociese a los narradores japoneses contemporáneos.
Debo decir que lo japonés, y lo oriental en general, no me es del todo ajeno, por haber transitado las disciplinas marciales tradicionales, y haber hurgado en eso que llaman religiones comparadas (torpe afán clasificador, cartesiano, y occidental), y que no es otra cosa que el esfuerzo de entender los caminos escondidos detrás de las ceremonias.
Disculpen la digresión. Decía que tuve la suerte de conocer a los narradores japoneses contemporáneos, como el terrible y magnífico Kenzaburo Oé, o el minimalista, paciente y un poco desengañado Haruki Murakami, tan de moda por estos tiempos. En todos ellos aparece el común denominador de su cultura, signada por la expresión contenida y paciente, la estética pura, limpia, y la imaginería (o la descriptiva) tortuosa y terrible.
Más contemporánea aún, y discípula y seguidora del Nobel Kenzaburo Oé, es la autora a la que quiero dedicar estas palabras. Yoko Ogawa.
Es difícil conseguir algo de ella impreso, en este bendito país mío donde parecemos escurrirle sistemáticamente el bulto a la cultura. Pero bueno, existe internet y el libro electrónico.
De ella me agencié “La fórmula preferida del profesor”, una novela no muy larga que es ante todo una pequeña joya.
Son cuatro personajes, de los cuales solamente tres cargan con el peso de la historia. Un viejo profesor de matemáticas, con un problema de salud muy particular; una doméstica por horas contratada en una agencia; y el hijo de ella, en edad de escuela primaria. El cuarto personaje es una mujer, que cuida y financia al profesor, pero que solo da redes a la historia, para que no caiga en mito.
Los personajes son anónimos, y la historia, minimalista. Todo muy japonés (propio de un país superpoblado de gente, de historia y de tradiciones).
Esta novela se convirtió en un fenómeno social en Japón, con adaptaciones al comic (producto cultural más que masivo en el mundo) y al cine.
La historia es simple: Un hombre enfermo que necesita cuidados, una mujer joven y triste contratada para dárselos, y un niño con todo por descubrir, limitado solamente por las carencias de su madre, pobre trabajadora sin calificación. En el medio, las matemáticas, el béisbol, y las formas del amor y la piedad (y sus matices). Toda una serie de virtudes humanas que se muestran y no se nombran.
Con la precisión, la morosidad y la minuciosidad propia de los japoneses, Yoko Ogawa desgrana una historia mínima, que en ningún momento se desborda ni para el lado del melodrama ni para el lado de la fábula. Es solamente una modesta historia narrada amoralmente. Eso, la hace magnífica.
Curiosamente, y esto es una virtud técnica, los personajes poseen una carnadura notable, pero salvo unos pocos rasgos, es imposible darles un rostro. Apenas tienen una vaga apariencia. Y carecen de nombre. Solo el niño, nudo y destino de la historia, tiene un apodo: “Root”, que es a la vez, apodo, clave, identidad y oráculo.
Decididamente es una novela mágica, encantadora, imperdible. Un trabajo narrativo de una orfebre talentosa. Por sí sola, esta novela me valió el placer de haber conocido la existencia de esta autora. Me quedarán pendientes algunos de sus otros trabajos.
Una historia que merece ser leída. Y degustada, manipulada, observada, disecada. Una historia para leer un poco con las tripas. No se la pierdan, sé por qué se los digo.
Un detalle: Publicada originalmente en 2003, entre otros premios, recibió el Premio Nacional de Matemática en Japón, “Por haber mostrado la belleza de esta disciplina”. Todo un signo, y una recomendación.
Que la disfruten.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Ojos de cristal sin tiempo.



He vuelto, como vuelven las almas a los lugares donde fueron felices, en esos días en que nos puede la melancolía.
En estos años, anduve más o menos como siempre por el mundo. Lector, escritor (he publicado mi primer libro), opinador compulsivo, crítico y a veces absurdo, feliz de a ratos. En fin, he seguido siendo un argentino de mediana edad, promediadamente culto, desordenadamente curioso, metódicamente observador. Aprendiz callado y vocacional de los muchos matices de la vida.
Entre esos aprendizajes, emprendí un placer postergado en mi temprana adolescencia: LA FOTOGRAFÍA.
Durante toda mi vida fue una disciplina que no estuvo a mi alcance más que como ocasionales talleres, con equipo prestado y con muy poco dinero para revelar e imprimir negativos, así que sólo pude aprender los rudimentos, que me quedaron grabados en un rinconcito de la memoria, esa cabeza mía que quiere ser un poco artista. Hoy la suerte, el destino, o el camino, me han puesto a mano la posibilidad tantas veces añorada. Así que me compré un equipo más o menos completo, hice un curso básico para que me abran las ventanitas del oficio y, como hago siempre, por agradecida formación, acudí a los libros.
Y cómo suelen ser de curiosas las cosas, no fue en un libro de imágenes, de maravillosas fotos de magníficos artistas,  que encontré una de las puertas más sorprendentes para salir a mirar la inmensidad de este arte. No.
Fue en un libro sobre el lenguaje, un libro de semiólogo, un libro de ensayo y pensamiento, un libro de filosofía.
Porque todo eso es el libro que hoy les traigo a la mesa para su deleite: “La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía” de Roland Barthès.
“Este libro defraudará a los fotógrafos”, supo decir el propio autor. Contra lo que puede pensar cualquiera que no acostumbre leer ensayos y pensamiento sistemático, este libro es de lectura deliciosa y comprometida, y sumamente enriquecedor más allá de su aparente núcleo centrado en la fotografía como elemento de análisis.
A partir de este texto, no solamente entendí de otra manera este arte maravilloso. Entendí su profundidad significante, comprendí que es un artilugio técnico que descubrimos para testimoniar la muerte, la fragilidad del instante, las traiciones de la memoria, las mentiras de la mirada, la multiplicidad del hecho artístico y del testimonio.
Y aprendí también que no importa cuánto nos esforcemos por la sinceridad de nuestras percepciones, somos imperfectos, limitados, imaginativos, faltos de rigor. Y que tenemos que congraciarnos con esa, nuestra naturaleza, para finalmente “percibir”, en el sentido cabal del término. Para llegar a eso de sentir y aprehender lo que está, lo que es, ahí junto a nosotros.
Es encantador el oficio de Barthès para dibujarnos una hoja de ruta por sus pensamientos. Él mismo define este texto como atípico en su producción, es una especie de testamento de su mirada, y de algunos de sus fantasmas.
A través de conceptos semiológicos (la fotografía, a fin de cuentas, es un lenguaje), que hablan de la dificultad de decodificar la disciplina, y del análisis de algunas imágenes que lo conmovieron de una u otra manera, nos construye amigablemente un marco teórico práctico para mirar profundamente una imagen impresa. Y lo hace precisamente desde su propia conmoción, lo cual nos acerca al hombre que reflexiona, nos prioriza como lectores, y nos libra del intimidante “pensador que piensa cosas que escapan al hombre común”.

Y después de la lectura, entenderemos, como se entienden las cosas importantes (con una sonrisa y una luz diferente en la cabeza y en el alma), quién es quién y qué es qué en una foto. Y nos amigaremos con el “Operator”, el “Studium”, el “Punctum”, y con este que somos en casi todas las cosas que van ocurriendo: el “Observador”. Y ahora, las fotos de esas sonrisas que dejamos atrás, tendrán otro sentido. No se lo pierdan; porque para el lector, es verdad inapelable que la poesía está en los lugares más insospechados. Y a su modo, en este texto, Roland Barthès es un poeta maravilloso.