He vuelto, como vuelven las almas a los lugares donde fueron
felices, en esos días en que nos puede la melancolía.
En estos años, anduve más o menos como siempre por el mundo.
Lector, escritor (he publicado mi primer libro), opinador compulsivo, crítico y
a veces absurdo, feliz de a ratos. En fin, he seguido siendo un argentino de
mediana edad, promediadamente culto, desordenadamente curioso, metódicamente
observador. Aprendiz callado y vocacional de los muchos matices de la vida.
Entre esos aprendizajes, emprendí un placer postergado en mi
temprana adolescencia: LA FOTOGRAFÍA.
Durante toda mi vida fue una disciplina que no estuvo a mi
alcance más que como ocasionales talleres, con equipo prestado y con muy poco
dinero para revelar e imprimir negativos, así que sólo pude aprender los
rudimentos, que me quedaron grabados en un rinconcito de la memoria, esa cabeza
mía que quiere ser un poco artista. Hoy la suerte, el destino, o el camino, me
han puesto a mano la posibilidad tantas veces añorada. Así que me compré un
equipo más o menos completo, hice un curso básico para que me abran las
ventanitas del oficio y, como hago siempre, por agradecida formación, acudí a
los libros.
Y cómo suelen ser de curiosas las cosas, no fue en un libro
de imágenes, de maravillosas fotos de magníficos artistas, que encontré una de las puertas más
sorprendentes para salir a mirar la inmensidad de este arte. No.
Fue en un libro sobre el lenguaje, un libro de semiólogo, un
libro de ensayo y pensamiento, un libro de filosofía.
Porque todo eso es el libro que hoy les traigo a la mesa
para su deleite: “La cámara lúcida. Nota
sobre la fotografía” de Roland Barthès.
“Este libro defraudará a los fotógrafos”, supo decir el
propio autor. Contra lo que puede pensar cualquiera que no acostumbre leer
ensayos y pensamiento sistemático, este libro es de lectura deliciosa y
comprometida, y sumamente enriquecedor más allá de su aparente núcleo centrado
en la fotografía como elemento de análisis.
A partir de este texto, no solamente entendí de otra manera
este arte maravilloso. Entendí su profundidad significante, comprendí que es un
artilugio técnico que descubrimos para testimoniar la muerte, la fragilidad del
instante, las traiciones de la memoria, las mentiras de la mirada, la
multiplicidad del hecho artístico y del testimonio.
Y aprendí también que no importa cuánto nos esforcemos por
la sinceridad de nuestras percepciones, somos imperfectos, limitados,
imaginativos, faltos de rigor. Y que tenemos que congraciarnos con esa, nuestra
naturaleza, para finalmente “percibir”, en el sentido cabal del término. Para
llegar a eso de sentir y aprehender lo que está, lo que es, ahí junto a
nosotros.
Es encantador el oficio de Barthès para dibujarnos una hoja
de ruta por sus pensamientos. Él mismo define este texto como atípico en su
producción, es una especie de testamento de su mirada, y de algunos de sus
fantasmas.
A través de conceptos semiológicos (la fotografía, a fin de
cuentas, es un lenguaje), que hablan de la dificultad de decodificar la
disciplina, y del análisis de algunas imágenes que lo conmovieron de una u otra
manera, nos construye amigablemente un marco teórico práctico para mirar
profundamente una imagen impresa. Y lo hace precisamente desde su propia
conmoción, lo cual nos acerca al hombre que reflexiona, nos prioriza como
lectores, y nos libra del intimidante “pensador que piensa cosas que escapan al
hombre común”.
Y después de la lectura, entenderemos, como se entienden las
cosas importantes (con una sonrisa y una luz diferente en la cabeza y en el
alma), quién es quién y qué es qué en una foto. Y nos amigaremos con el “Operator”,
el “Studium”, el “Punctum”, y con este que somos en casi todas las cosas que
van ocurriendo: el “Observador”. Y ahora, las fotos de esas sonrisas que
dejamos atrás, tendrán otro sentido. No se lo pierdan; porque para el lector,
es verdad inapelable que la poesía está en los lugares más insospechados. Y a
su modo, en este texto, Roland Barthès es un poeta maravilloso.
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