Uno es de la vieja escuela de la novela clásica. Tanto que
me asusta el solo pensar en escribir una, y todos mis intentos quedaron en el
camino.
Crecido lector a la sombra de Hesse o de Sábato, por nombrar
un par, que son comunes a muchos que hoy rozamos el medio siglo de camino por
el mundo, siempre sentí la novela como una historia coral, múltiple, matizada
de historias que se abren y cierran alrededor de su núcleo, y conformada con
detalles poderosos, metafóricos, sólidamente testimoniales de la naturaleza
(humana, o cualquier otra).
Pero quiso la suerte que conociese a los narradores
japoneses contemporáneos.
Debo decir que lo japonés, y lo oriental en general, no me
es del todo ajeno, por haber transitado las disciplinas marciales
tradicionales, y haber hurgado en eso que llaman religiones comparadas (torpe
afán clasificador, cartesiano, y occidental), y que no es otra cosa que el
esfuerzo de entender los caminos escondidos detrás de las ceremonias.

Más contemporánea aún, y discípula y seguidora del Nobel
Kenzaburo Oé, es la autora a la que quiero dedicar estas palabras. Yoko Ogawa.
Es difícil conseguir algo de ella impreso, en este bendito
país mío donde parecemos escurrirle sistemáticamente el bulto a la cultura.
Pero bueno, existe internet y el libro electrónico.
De ella me agencié “La
fórmula preferida del profesor”, una novela no muy larga que es ante todo
una pequeña joya.
Son cuatro personajes, de los cuales solamente tres cargan
con el peso de la historia. Un viejo profesor de matemáticas, con un problema
de salud muy particular; una doméstica por horas contratada en una agencia; y
el hijo de ella, en edad de escuela primaria. El cuarto personaje es una mujer,
que cuida y financia al profesor, pero que solo da redes a la historia, para
que no caiga en mito.
Los personajes son anónimos, y la historia, minimalista.
Todo muy japonés (propio de un país superpoblado de gente, de historia y de
tradiciones).
Esta novela se convirtió en un fenómeno social en Japón, con
adaptaciones al comic (producto cultural más que masivo en el mundo) y al cine.
La historia es simple: Un hombre enfermo que necesita
cuidados, una mujer joven y triste contratada para dárselos, y un niño con todo
por descubrir, limitado solamente por las carencias de su madre, pobre
trabajadora sin calificación. En el medio, las matemáticas, el béisbol, y las
formas del amor y la piedad (y sus matices). Toda una serie de virtudes humanas
que se muestran y no se nombran.
Con la precisión, la morosidad y la minuciosidad propia de
los japoneses, Yoko Ogawa desgrana una historia mínima, que en ningún momento
se desborda ni para el lado del melodrama ni para el lado de la fábula. Es
solamente una modesta historia narrada amoralmente. Eso, la hace magnífica.
Curiosamente, y esto es una virtud técnica, los personajes
poseen una carnadura notable, pero salvo unos pocos rasgos, es imposible darles
un rostro. Apenas tienen una vaga apariencia. Y carecen de nombre. Solo el
niño, nudo y destino de la historia, tiene un apodo: “Root”, que es a la vez,
apodo, clave, identidad y oráculo.
Decididamente es una novela mágica, encantadora, imperdible.
Un trabajo narrativo de una orfebre talentosa. Por sí sola, esta novela me
valió el placer de haber conocido la existencia de esta autora. Me quedarán
pendientes algunos de sus otros trabajos.
Una historia que merece ser leída. Y degustada, manipulada,
observada, disecada. Una historia para leer un poco con las tripas. No se la
pierdan, sé por qué se los digo.
Un detalle: Publicada originalmente en 2003, entre otros
premios, recibió el Premio Nacional de Matemática en Japón, “Por haber mostrado
la belleza de esta disciplina”. Todo un signo, y una recomendación.
Que la disfruten.
No hay comentarios:
Publicar un comentario