viernes, 17 de octubre de 2014

No todos podemos ser Bond, James Bond…




Este es una especie de humilde homenaje de un lector apasionado que intenta no ser prejuicioso.
La segunda mitad del siglo XX, nos dio un mundo bipolar, misterioso y crecientemente violento. En ese marco floreció una literatura muy particular, muy consumida, muy “stablishment”: los libros de espías.
Desde el “british dandy” que da título a este artículo, hijo de Ian Fleming, hasta el asesino hiperprofesional y amnésico que quedará para siempre en nuestras memorias de devoradores de aventuras con el nombre de Jason Bourne y la cara de Matt Damon (pero que no muchos saben que es criatura dilecta de Robert Ludlum, otro maestro fundacional del género), pasando por los Jack Ryan, los Dirk Pitt, y tantos otros nombres de una única historia, estos personajes han poblado una mitología que quizás poco tenga que ver con la realidad, o peor aún, que describe una realidad que es entre fantástica y terrible, un mundo paralelo que nos es ajeno. Y que sin dudas preferimos que siga siéndolo, porque de seguro es más áspero, menos romántico y mucho más cruel de lo que se nos muestra.
Gracias a estos personajes y estos autores, cuyos orígenes personales quizás poco tengan de misteriosos, pero que muchos lectores imaginamos cercanos o directamente parte de ese mundo oculto, violento, múltiple y secreto como matrioshkas sangrientas, muchos supimos de la existencia de la “Cheka”, del “KGB”, de la “Compañía”, del “Mossad”, de los “MI”. Muchos recorrimos lugares imprecisos y fascinantes, viajando desde Langley (Virginia), hasta la Lubianka en Siberia, pasando por La Valetta, o El Cairo, o Praga, o Sudán, o Liberia, o Hong Kong, o Río, o Buenos Aires… porque a la sombra de cada rincón del mundo crecieron estos personajes. O quizás ellos son esa sombra.

Hoy traigo uno de estos autores, que conocí gracias a un amigo librero (de ésos que atrás de un mostrador de librería conocen las esquinas curiosas de cada barrio editorial), cuando me acercó dos novelas típicas del género. Fueron escritas a principio de los 80 por A. J. Quinnell (un periodista británico llamado Phillip Nicholson, fallecido, curiosamente, en Malta, rincón mítico si lo hay en el Mediterráneo, ese lugar desde donde los más temibles guerreros cristianos, los Caballeros de Malta, hicieron la guerra y les mostraron algún andurrial del infierno al moro. O donde ha nacido el maravilloso Corto Maltés, de quien ya hablaré).
Y a mi mesa de luz llegaron Hombre el Llamas (Man in fire) y Falso profeta (The Mahdi). Dos historias típicas del género, pero que tienen una particularidad: en ellas no hay héroes. En “Hombre el llamas” (si, la que da andamiaje a la película de Denzel Washington y Dakota Fanning) el personaje es menos amable incluso que el Creasey de Denzel. Es en realidad, entre otras cosas, un soldado de la Legión Extranjera Francesa, una especie de traidor, un mercenario sin bandera ni moral, un profesional de la muerte por costumbre y por dinero, desmoronado, brutal y preciso como un reloj suizo. Nada más. Nada menos. Un hombre cuyo único contacto con el amor, es matar por venganza, ejercer una torcida justicia que se mueve por esos caminos ajenos a la ley que rigen este mundo paralelo. El amor verdadero, que también se cuenta (eran los 80, había que fabricar esperanza) es apenas decorativo.
En la otra, en “Falso profeta”, hay una idea descabellada, un enorme desprecio por la naturaleza humana, y una serie de personajes que no son héroes. Son estafadores profesionales, con armas y lealtades por elección. Capaces de matar si conviene, y morir si no hay más remedio. Y a diferencia del legionario Creasey, para éstos, el amor también es una herramienta para manipular la realidad y romper hombres y mujeres. Esos hombres, escriben la Historia.
Por todo esto me gustaron las dos novelas de Quinnell, y me dio por compartirlas con ustedes. Porque es reivindicar una literatura que se conoció como eminentemente comercial, para vender masivamente como libros de bolsillo, aún en traducciones mediocres, pero que a la luz de los años, también tiene algo de testimonio histórico, de una forma menor de la crónica (recordemos, Quinnell es en realidad el periodista Nicholson).
Aún cuando no sean consumidores de estos “best seller” de viaje o de bolsillo, les recomiendo “Hombre en llamas” y “Falso profeta”, porque no solo son fáciles de leer, son también difíciles de digerir, que en un libro de aventuras, no es poca cosa. Bien por Nicholson, que en paz descanse al fresco milenario del viento del Mediterráneo.

domingo, 28 de septiembre de 2014

El mundo mínimo e inabarcable



Uno es de la vieja escuela de la novela clásica. Tanto que me asusta el solo pensar en escribir una, y todos mis intentos quedaron en el camino.
Crecido lector a la sombra de Hesse o de Sábato, por nombrar un par, que son comunes a muchos que hoy rozamos el medio siglo de camino por el mundo, siempre sentí la novela como una historia coral, múltiple, matizada de historias que se abren y cierran alrededor de su núcleo, y conformada con detalles poderosos, metafóricos, sólidamente testimoniales de la naturaleza (humana, o cualquier otra).
Pero quiso la suerte que conociese a los narradores japoneses contemporáneos.
Debo decir que lo japonés, y lo oriental en general, no me es del todo ajeno, por haber transitado las disciplinas marciales tradicionales, y haber hurgado en eso que llaman religiones comparadas (torpe afán clasificador, cartesiano, y occidental), y que no es otra cosa que el esfuerzo de entender los caminos escondidos detrás de las ceremonias.
Disculpen la digresión. Decía que tuve la suerte de conocer a los narradores japoneses contemporáneos, como el terrible y magnífico Kenzaburo Oé, o el minimalista, paciente y un poco desengañado Haruki Murakami, tan de moda por estos tiempos. En todos ellos aparece el común denominador de su cultura, signada por la expresión contenida y paciente, la estética pura, limpia, y la imaginería (o la descriptiva) tortuosa y terrible.
Más contemporánea aún, y discípula y seguidora del Nobel Kenzaburo Oé, es la autora a la que quiero dedicar estas palabras. Yoko Ogawa.
Es difícil conseguir algo de ella impreso, en este bendito país mío donde parecemos escurrirle sistemáticamente el bulto a la cultura. Pero bueno, existe internet y el libro electrónico.
De ella me agencié “La fórmula preferida del profesor”, una novela no muy larga que es ante todo una pequeña joya.
Son cuatro personajes, de los cuales solamente tres cargan con el peso de la historia. Un viejo profesor de matemáticas, con un problema de salud muy particular; una doméstica por horas contratada en una agencia; y el hijo de ella, en edad de escuela primaria. El cuarto personaje es una mujer, que cuida y financia al profesor, pero que solo da redes a la historia, para que no caiga en mito.
Los personajes son anónimos, y la historia, minimalista. Todo muy japonés (propio de un país superpoblado de gente, de historia y de tradiciones).
Esta novela se convirtió en un fenómeno social en Japón, con adaptaciones al comic (producto cultural más que masivo en el mundo) y al cine.
La historia es simple: Un hombre enfermo que necesita cuidados, una mujer joven y triste contratada para dárselos, y un niño con todo por descubrir, limitado solamente por las carencias de su madre, pobre trabajadora sin calificación. En el medio, las matemáticas, el béisbol, y las formas del amor y la piedad (y sus matices). Toda una serie de virtudes humanas que se muestran y no se nombran.
Con la precisión, la morosidad y la minuciosidad propia de los japoneses, Yoko Ogawa desgrana una historia mínima, que en ningún momento se desborda ni para el lado del melodrama ni para el lado de la fábula. Es solamente una modesta historia narrada amoralmente. Eso, la hace magnífica.
Curiosamente, y esto es una virtud técnica, los personajes poseen una carnadura notable, pero salvo unos pocos rasgos, es imposible darles un rostro. Apenas tienen una vaga apariencia. Y carecen de nombre. Solo el niño, nudo y destino de la historia, tiene un apodo: “Root”, que es a la vez, apodo, clave, identidad y oráculo.
Decididamente es una novela mágica, encantadora, imperdible. Un trabajo narrativo de una orfebre talentosa. Por sí sola, esta novela me valió el placer de haber conocido la existencia de esta autora. Me quedarán pendientes algunos de sus otros trabajos.
Una historia que merece ser leída. Y degustada, manipulada, observada, disecada. Una historia para leer un poco con las tripas. No se la pierdan, sé por qué se los digo.
Un detalle: Publicada originalmente en 2003, entre otros premios, recibió el Premio Nacional de Matemática en Japón, “Por haber mostrado la belleza de esta disciplina”. Todo un signo, y una recomendación.
Que la disfruten.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Ojos de cristal sin tiempo.



He vuelto, como vuelven las almas a los lugares donde fueron felices, en esos días en que nos puede la melancolía.
En estos años, anduve más o menos como siempre por el mundo. Lector, escritor (he publicado mi primer libro), opinador compulsivo, crítico y a veces absurdo, feliz de a ratos. En fin, he seguido siendo un argentino de mediana edad, promediadamente culto, desordenadamente curioso, metódicamente observador. Aprendiz callado y vocacional de los muchos matices de la vida.
Entre esos aprendizajes, emprendí un placer postergado en mi temprana adolescencia: LA FOTOGRAFÍA.
Durante toda mi vida fue una disciplina que no estuvo a mi alcance más que como ocasionales talleres, con equipo prestado y con muy poco dinero para revelar e imprimir negativos, así que sólo pude aprender los rudimentos, que me quedaron grabados en un rinconcito de la memoria, esa cabeza mía que quiere ser un poco artista. Hoy la suerte, el destino, o el camino, me han puesto a mano la posibilidad tantas veces añorada. Así que me compré un equipo más o menos completo, hice un curso básico para que me abran las ventanitas del oficio y, como hago siempre, por agradecida formación, acudí a los libros.
Y cómo suelen ser de curiosas las cosas, no fue en un libro de imágenes, de maravillosas fotos de magníficos artistas,  que encontré una de las puertas más sorprendentes para salir a mirar la inmensidad de este arte. No.
Fue en un libro sobre el lenguaje, un libro de semiólogo, un libro de ensayo y pensamiento, un libro de filosofía.
Porque todo eso es el libro que hoy les traigo a la mesa para su deleite: “La cámara lúcida. Nota sobre la fotografía” de Roland Barthès.
“Este libro defraudará a los fotógrafos”, supo decir el propio autor. Contra lo que puede pensar cualquiera que no acostumbre leer ensayos y pensamiento sistemático, este libro es de lectura deliciosa y comprometida, y sumamente enriquecedor más allá de su aparente núcleo centrado en la fotografía como elemento de análisis.
A partir de este texto, no solamente entendí de otra manera este arte maravilloso. Entendí su profundidad significante, comprendí que es un artilugio técnico que descubrimos para testimoniar la muerte, la fragilidad del instante, las traiciones de la memoria, las mentiras de la mirada, la multiplicidad del hecho artístico y del testimonio.
Y aprendí también que no importa cuánto nos esforcemos por la sinceridad de nuestras percepciones, somos imperfectos, limitados, imaginativos, faltos de rigor. Y que tenemos que congraciarnos con esa, nuestra naturaleza, para finalmente “percibir”, en el sentido cabal del término. Para llegar a eso de sentir y aprehender lo que está, lo que es, ahí junto a nosotros.
Es encantador el oficio de Barthès para dibujarnos una hoja de ruta por sus pensamientos. Él mismo define este texto como atípico en su producción, es una especie de testamento de su mirada, y de algunos de sus fantasmas.
A través de conceptos semiológicos (la fotografía, a fin de cuentas, es un lenguaje), que hablan de la dificultad de decodificar la disciplina, y del análisis de algunas imágenes que lo conmovieron de una u otra manera, nos construye amigablemente un marco teórico práctico para mirar profundamente una imagen impresa. Y lo hace precisamente desde su propia conmoción, lo cual nos acerca al hombre que reflexiona, nos prioriza como lectores, y nos libra del intimidante “pensador que piensa cosas que escapan al hombre común”.

Y después de la lectura, entenderemos, como se entienden las cosas importantes (con una sonrisa y una luz diferente en la cabeza y en el alma), quién es quién y qué es qué en una foto. Y nos amigaremos con el “Operator”, el “Studium”, el “Punctum”, y con este que somos en casi todas las cosas que van ocurriendo: el “Observador”. Y ahora, las fotos de esas sonrisas que dejamos atrás, tendrán otro sentido. No se lo pierdan; porque para el lector, es verdad inapelable que la poesía está en los lugares más insospechados. Y a su modo, en este texto, Roland Barthès es un poeta maravilloso.


domingo, 20 de noviembre de 2011

Ese violín que nunca aprendemos a tocar.

A veces la vida nos va a llevando puestos y nos arrea a lo largo del tiempo, como una tormenta, sin que medie pretexto ni aparezca destino... así las cosas. Pero estoy de vuelta.

Conmigo, demás está decirlo, en estos días, meses, casi años, fue al paso o al trote por el camino que me tocó, la palabra, escrita y encuadernada. Hombres y mujeres cercanos o lejanos, que me pusieron a mano puertas y ventanas para que el bambolearse del viaje no fuera tan tremendo, tan solitario, tan irreversible.



Les cuento que me andaba buscando Juan Gelman. Aunque obviamente, el hombre que ese nombre nombra no lo sabe, me andaba buscando. Me llamaba desde los estantes de librería y desde los titulares de los diarios. Me llamaba su palabra intensa y su paciencia militante. Me urgía su sabida y entrevista poesía, y su humana búsqueda de justicia, de respuesta pacificadora para su corazón, amputado por un pliegue feroz e imperdonable de la historia, esa historia menor y brutal que escribimos los hombres, y que rellena los resquicios de la Historia con nombres y apellidos, víctimas y victimarios, luces y abismos que cuesta entender sin aceptar los extremos impensados de las almas humanas. Así son las cosas, la poesía suele ser una compañía muy generosa, ya que solamente nos pide momentos, no siempre largas lecturas, y a cambio nos regala lucideces, aprehensiones, sorpresas, calideces, miradas y entrevisiones. Y la poesía, si el poeta la sabe acompañar, además, le estira las fronteras al idioma, le rompe las jaulas, le corta las cadenas de la academia y la costumbre; así, sin más, lo vuelve nuevo.
Un libro de poesía, amigos del camino, hace más corto el tedio de un viaje en colectivo, tranquiliza la espera de la consulta médica, ilumina mejor los rincones alejados de las ventanas de la casa, armoniza diferente algún sonido cotidiano, y muestra el mundo con colores imprevistos.
Y les decía que don Juan me andaba buscando... y bueno, me encontró. Me encontró en otra de esas ediciones económicas de los diarios, esas que pueblan de pueblo mi biblioteca, como dije alguna vez, quizá con otras palabras. Y la riada de esta vida imprevisible, me trajo “Violín y otras cuestiones”, publicado originalmente en el año 1956, cuando el país, y el mundo, eran otros. Cuando se resquebrajaba el “Estado de Bienestar”, cuando los rincones del mundo estaban preñados de Revolución, cuando la Guerra Fría, cuando el fin del sueño peronista, cuando los hombres empezaron a soñar con volver a ser hombres...
¿Por qué apelo a este caleidoscopio seudo historiográfico?. Porque ese violín que Juan Gelman pone como un lunar de familia en muchos de los poemas de este libro, es ese violín difícil de tocar, técnicamente inaccesible para la mayoría, pero mágico compañero del virtuoso y del pueblo, ese violín paganini, ese violín chacarera, ese violín de canción de amor o de sonoridad de clarín... Ese corazón musical que todos tenemos y cuyo instrumento primordial es el cuerpo mismo, ese cuerpo que sangra y ama, lucha y muere, vive y da vida... porque ese hombre que es todos los hombres, también es difícil de tocar, difícil de aprender, y difícil de domeñar de tanta cuerda que puede sonar. Y a ese hombre le canta Juan Gelman, o juan, con minúsculas, como el mismo se llama en su verso, y en sus poemas de palabra simple, y de metáfora sorpresiva, le saca lo áspero a lo cotidiano, y lo vuelve luminoso, dolorosamente visible a la luz del oficio del poeta.
Decía Borges, viejo cabrón, que “La poesía es conspiración hecha por hombres de buena voluntad para honrar el mundo...Las palabras casi invisibles se manifiestan al ser favorecidas por ellos [los poetas]. Pasan años y, un amanecer o una tarde, por obra de su colectiva refacción verbal de las cosas, los hombres caminan por una tierra ya poetizada... Los objetos y las palabras que los marcan, alcanzaron divinidad. La poesía ha recabado su fin”.

Gracias, Juan Gelman, por sacar divinidad del barro de un mundo de almas casi siempre desoladas.

viernes, 9 de julio de 2010

Un mundo redondo... y a veces épico.



Ya va dejando de rodar la jabulani... y parece que el rodar del mundo vuelve a ser cotidiano, el tiempo deja de ser de los pequeños, los héroes vuelven a ser apenas fotos de recuerdo, y el bien y el mal vuelven a sus trabajos como siempre.
No soy fanático del fútbol, en realidad no soy fanático de ningún deporte. Quizás sea porque nunca tuve gran talento para ninguno, de hecho mi práctica de deportes tuvo más de terapéutico que de afición. Sólo disfruto su lado lúdico, que en estos tiempos es bastante escaso.
Pero debo admitir que existen una magia, una épica y una riqueza metafórica que vale la pena considerar. Porque a fin de cuentas, el fútbol es un puñado de hombres tratando de hacer lo que saben de la mejor manera que pueden. Y existe la gambeta pícara y el patadón descalificador; la pegada exquisita que coloca la pelota ahí, dende debe ir, donde nadie la esperaba, excepto quien pateó; y mal que nos pese existe la táctica egoísta contra el sacrificio de los que intentan, el golpe repetido para evitar la magia de las ilusiones, el juez que se equivoca o que te ignora, y el villano que no te deja terminar una jugada y el héroe que no alcanza la pelota en el último segundo... en fin, el fútbol no es una mala modelización a escala de la vida.


Pero este es un espacio de libros, y el fútbol también ha sido materia literaria, como todo lo que va haciendo la vida, así que hoy traigo a esta mesa el libro “Arqueros, Ilusionistas y Goleadores”, que me llegó a las manos integrando la colección de Osvaldo Soriano que publicó el diario “Página/12”. Y me viene muy bien por dos razones: la primera, porque junto con algunos cuentos de Fontanarrosa, este libro me abrió las puertas de la épica del fútbol, una reiteración impecable de la épica clásica con la maravilla de pertenecer a nuestras cosas cotidianas. De vocación autobiográfica a medias entre la vida y las ilusiones, lleno de personajes entrañables y de guiños para inciados en el fútbol, en la literatura, en la historia y en la política, no puede menos que despertarte una sonrisa de emoción. Como les dije, no soy un aficionado fanático, pero leyendo este libro da gusto saber que existe el fútbol.


Y la segunda razón no es menor: como buen hijo de laburantes en un país en eterno intento de crecimiento, para mí los libros siempre fueron un bien suntuario, y en mi caso añorado. De hecho mi vocación de lector se satisfizo en bibliotecas públicas antes que en mi casa. Por eso aplaudo y aprovecho las publicaciones de colecciones que hacen los diarios de esta Argentina nuestra tan desordenada. Podemos discutir muchas cosas: la razón ideológica o comercial de la selección de títulos y autores, la calidad de la edición, la cuestión publicitaria y quizás algunas cosas más sutiles que se me escapan, pero que el ingenio de los detractores seguramente podrá encontrar. De todos modos las palabras de adentro son las que cuentan, independientemente de que el papel sea obra, amarillento, ilustración, y esté cosido, pegado o amontonado. Son las palabras las que debemos aprovechar para sentir que esta vida puede ser distinta. No sé si mejor o peor, solamente distinta por el solo hecho de ser más concientes de que la tenemos. ¡Y qué carajo... somos nosotros los que debemos aprender a elegir, no resignemos ese poder!.
Así que ahí están los goles recordados o soñados del autor, centrodelantero surero que se quedó en promesa; y está el Míster Peregrino Fernández, entrañable y fabuloso; y aparecen dos referís sorprendentes e improbables: William Bret Cassidy, hijo de Butch, referí a tiros; y el general Perón, dictando justicia en un partido que sería una parte de la batalla por la liberación del Congo Belga, ayudando a Patrice Lumumba.
Presentados con una prosa deliciosamente nuestra, al punto que vemos el humito del café entre nuestros ojos y la hoja, como si el Gordo Soriano mismo nos estuviese contando las anécdotas, en un barcito de barrio porteño, son personajes que vale la pena conocer. Y que seguramente no cambiarán nuestras vidas a estas alturas, como alguna vez pudieron hacerlo El Principito, o Sandokán, o el capitán Nemo, o La Maga y Oliveira, pero les aseguro que harán sus días cotidianos un poco más queribles... doy fe.

jueves, 10 de junio de 2010

El don de la palabra...

Es curioso como el mundo está lleno de palabras... nos invaden incesante y caóticamente... nos venden, nos compran, nos instruyen, nos distraen, nos entretienen, nos anulan, nos recuerdan y nos olvidan con palabras. Los trabajos tienen palabras, los hechos multimediales tienen palabras, las imágenes “valen” palabras... ¡Ja, ja, ja, ja!... hasta la risa puede ser una palabra.

Es demasiado.

Por eso valoro íntima y profundamente este libro. Es un mundo fantástico e inabarcable construido con tres herramientas: puñaditos de palabras, dos talentosas imaginaciones, y la complicidad de la imaginería de los lectores. Somos nosotros quienes elegimos compartir la maravilla, abandonarnos a la curiosidad y quizás, creer el gambito mentiroso escondido en algunas de las citas, decidiendo que el mundo que nos cuentan, existe cada vez que abrimos el libro.

Me refiero a “Cuentos breves y extraordinarios”, firmado por un par de amigos, Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. Un delicioso muestrario, una especie de “Manual del Ilusionista” y a la vez, una cátedra del relato breve.
Inicien el ritual: siéntense cómodamente, olvídense la fecha y el clima, abran el libro, y piénsense por un momento espectadores de la historia. Permítanse la libertad de imaginar un fumadero de opio, el desierto norafricano, o el palacio del emperador amarillo; déjense sentir el peso de la armadura de un arquero chino, o los aromas ácidos y las imágenes impecables de la Inglaterra victoriana. Miren sus personajes. Busquen, como hice yo, en los recuerdos que junté a lo largo de esa parte de la vida en la que la aventura pasa “detrás de mis frontales” (como dice Silvio). Y los “Cuentos breves y extraordinarios” serán una fabulosa hoja de ruta... una hoja de ruta erudita y a la vez provocadora, una muestra de lo que hay por leer y de lo que se puede escribir. Una biblioteca mínima y mágica.

Y digo esto porque este libro, aparte de brindar el delicioso placer de la lectura, plantea también el desafío del “¿Por qué no?”. Y es tan lindo contar historias...
Y debo ser breve... ¡¡¡Búsquenlo!!!.

viernes, 5 de marzo de 2010

No se trata de encontrar respuestas... se trata de tener preguntas...

Acá estoy, después de bastante tiempo, demasiado para esta colección de palabras. Pero bueno, hagamos de cuenta que estuve de viaje, y recién ahora tengo la oportunidad de escribir una nueva carta a los amigos...
Es otro año... otro comienzo. Así es la vida... ciclos...


Resulta que a lo largo de esta vida mía estudié ciencias. Particularmente, estudié química, sí... ese cuco que en la escuela secundaria se aprende de memoria y de mala gana, como para eximirse y pasar de año. Bueno, en mi caso no fue tan así, de a poco fui tomándole el gusto, y la ciencia y mi curiosidad fueron más o menos por los mismos andurriales.
La parte infrecuente de mi tránsito por la química, tuvo que ver con ciertas cuestiones que podríamos llamar “morales”... “éticas”... “conceptuales”... En realidad podríamos ponerles muchos nombres, clasificarlas social y científicamente, pero para mí fueron solamente inquietudes respecto de la razón de ser de las ciencias, dudas sobre el para qué y para quiénes uno elige preguntas y ensaya respuestas... sobre el por qué el mundo “debe” ser entendido, disecado, reglado, antes que “vivido”.
Mi torpe pregunta de cabecera fue: “¿De qué sirve estudiar la influencia del arseniuro de galio en la pituitaria de la gallina enana de Madagascar, simplemente porque lo paga una multinacional, si más de la mitad de la población de mi provincia no tiene agua potable?”. Siempre fui un poco insensato.


Paralelamente, empezó mi afición literaria, y desde ese lugar descubrí a Ernesto Sábato, a partir de su tremenda “Sobre héroes y tumbas”.
Pero otras cosas diferentes a las literarias me acercaron más a Sábato. El es físico, y por lo que se, uno muy bueno. Pero su compromiso fue con el hombre, no con el conocimiento. Y en eso lo admiro.
¿Cuántas veces me hice preguntas sobre el verdadero motivo de la búsqueda del conocimiento?...


En la “Justificación” del libro “Hombres y engranajes”, que hoy traigo a esta mesa, Sábato escribe:
“La existencia... se me aparecía como un insensato, gigantesco y gelatinoso laberinto”... “De ese modo, retorne a ese universo no carnal, a ese especie de refugio de alta montaña al que no llegan los ruidos de los hombres y sus confusas contiendas. Durante algunos años estudié, con frenesí, casi con furor, las cosas abstractas, me di inyecciones de transparente opio, viví en el paraíso artificial de los objetos ideales.”
“Pero cuando levantaba la cabeza de los logaritmos y sinusoides, encontraba el rostro de los hombres.”
“Me da risa y asco contra mí mismo cuando me recuerdo entre electrómetros, soportando todavía la estrechez espiritual y la vanidad de aquellos cientistas, vanidad tanto más despreciable porque se revestía siempre de frases sobre la Humanidad, el Progreso y otros fetiches abstractos por el estilo; mientras se aproximaba la guerra, en la que esa Ciencia, que según esos señores había venido para liberar al hombre de todos sus males físicos y metafísicos, iba a ser el instrumento de la matanza mecanizada.”
Y en la “Introducción”: “El siglo XX esperaba agazapado como un asaltante nocturno a una pareja de enamorados un poco cursis. Esperaba con sus carnicerías mecanizadas, el asesinato en masa de los judíos, la quiebra del sistema parlamentario, el fin del liberalismo económico, la desesperanza y el miedo. En cuanto a la Ciencia, que iba a dar solución a todos los problemas del cielo y de la tierra, había servido para facilitar la concentración estatal y mientras por un lado la crisis epistemológica atenuaba su arrogancia, por el otro se mostraba el servicio de la destrucción y de la muerte. Y así aprendimos brutalmente una verdad que debíamos haber previsto, dada la esencia amoral del conocimiento científico: en la ciencia no es por sí misma garantía de nada, porque a sus realizaciones les son ajenas las preocupaciones éticas.”
Cuenta ahí cosas de su vida en 1938; y así, sin más, me trajo las razones de mi duda fundamental. Y ese libro se volvió una referencia obligada para mí.


No he sido docente, al menos no formalmente, pero les aseguro que si alguna vez asumo esa responsabilidad, el libro “Hombres y engranajes” estará junto al manual de Química General en la bibliografía recomendada.


El camino del conocimiento tiene dos posibilidades: el prestigio mezquino de los pares que deciden que el saber no tiene más razón de ser que el saber mismo, ajeno a toda cuestión que no sea epistemológica; o el dolor cotidiano de saber y no poder, de entender y pelear, de buscar y que te impidan encontrar...


Así que, amigo mío que estudiás ciencias, no reniegues de tu naturaleza de hombre-actor-pensador-manipulador de realidad, nunca te olvides de las consecuencias que trae el conocimiento, ni de las que tendrán tus decisiones en la búsqueda del mismo.

Este libro es un buen recordatorio, no te lo pierdas; quizás, como a mí, te ayude a no perderte a vos mismo en medio de una integral múltiple...